Por ahora, un lago

Ju Radicich
10 min readJun 11, 2021

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El otro día volví con lluvia. En verdad no puedo decir con seguridad si estaba lloviendo o no. Yo llovía y no podía distinguir qué pasaba a mi alrededor. Me subí a un 93 llorando. Nos dimos un beso de despedida. Por un segundo obvié todo y te saludé como si fuera un día cualquiera. “Acha e Iberá” y me senté a la izquierda, en la hilera de los lugares solitarios, pegada al vidrio, mirando el vidrio, queriendo hundirme ahí. No quería que nadie se me acercara a preguntarme si estaba bien. Sólo quería llegar a casa.

Me adelanté al final porque no pude más. Me adelanté pero ya había terminado, mucho antes. Cada mañana masticaba esa realidad alterna que era dormirse con alguien que a la mañana era otro, como quien tacha los días en un calendario. Duró solo una noche esa intención tuya de animarte a nosotros. Me di cuenta que te habías arrepentido mucho más tarde. Creo que me permití vivirlo. Tomar el camino que no conduce a ningún lado. La calle cortada. Necesitaba transitarla y chocar.

Hace no tanto descubrí que acá en Capital nadie dice “se va a cagar lloviendo”. Yo lo repetía con total naturalidad, como se dice en mi familia. Una vez Fio, yendo para el campo de deportes en colectivo, me preguntó qué significaba. Quedé perpleja. Me sentí un poco exótica, lingüísticamente hablando, y me gustó. Era algo muy palpable que me conectaba con esa ciudad de la que no soy oriunda pero que corre por mis venas e inunda mis recuerdos desde muy bebé. Nunca me sentí del todo porteña, pero tampoco puedo autoproclamarme de Salto. Estoy en un intermedio, una mestiza de ciudades.

Tal vez siempre fui puente. Eso explicaría muchas cosas.

En mi ingenuidad o alma poética, la lluvia me saca una sonrisa. Es linda, resalta olores, genera un estado extraño, se hace ver. Evidencia lo que sucede alrededor. Cuando nos agarra la lluvia de repente nos ponemos en modo de supervivencia: registramos todo a nuestro alrededor y a todos. Un poco evitando baldosas flojas y autos que pisan charcos en las esquinas. Pero prestamos más atención a nuestro contexto, de una manera instintiva, casi inconsciente. Y eso nos hace más presentes.

Me gusta todo eso de la lluvia. Y, sin embargo, llevo paraguas hasta con 1% de posibilidad de chubascos leves. La persona que se clava con el paraguas y el piloto y la ves volviendo de trabajar con un sol radiante. Esa soy yo. No me gusta mojarme.

Aquel día habíamos estado inmersos en agua. Visité la pileta de tu edificio por primera y única vez, sólo porque no querías ir a la plaza conmigo. Tal vez algo dejé en esa pileta que hizo que, más tarde, pudiera soltarte la pregunta que venía arrastrando hace meses. Era un domingo 29 de febrero. Lo recuerdo porque era 29. Así de mala suerte tengo o, por ahí, poca estrategia.

Esa fue una de las lluvias más largas de mi vida. Empezó mucho antes de ese día y duró 3 años. La exactitud tiene que ver con un reloj biológico mío que necesita mucho, mucho tiempo para dejar ir y trasmutar en algo nuevo. Que arrastra. Llovía y llovía y nada crecía en ese suelo yermo lleno de árboles caídos. El agua arrasaba con todo, veloz, casi naturalmente. Como si abajo no hubiera nada. Agua estancada, atragantada, esperando salir.

Me di cuenta que se puede estar afuera y seguir adentro.

Siento ganas de gritar. Ese grito ahogado, como de pesadilla. Cuanto más fuerza hago, más se oculta para adentro, pasando por el esófago hasta los pulmones. Se derrite, denso, hasta mi estómago y hacia todas las direcciones. Las manos como garras, como gárgolas congeladas en una mueca. Las uñas bailando: 1, 2, 3, 4. 1, 2, 3, 4. Se clava el índice en el dedo gordo. El medio. El anular. El meñique. El anular. El medio. El índice.

De vuelta los tics nerviosos. De vuelta el cuerpo gritando a través de los dientes, las mordidas de piel. Los labios paspados.

Me siento en la silla, miro la compu. Me paro. Agarro un almohadón y lo pongo detrás de mi cintura. Me arrimo hacia la pantalla y muevo el mouse. Todo el tiempo cambia la dirección de lo que estoy haciendo. Un mensaje. Una notificación. El mail que entra. La llamada. El grito rebota en todas las esquinas de mi pecho. Se lanza con desesperación una y otra y otra vez. Quiere salir.

Yo también quiero, pero no sé cómo. La voz no resistiría su potencia. Un poco lo ahogo por miedo. El temor de gritar y que no sirva de nada. El temor de gritar y no poder parar nunca más. Los nervios tironean, la sangre trata de esparcirlo, diluirlo. Los músculos absorben sus impactos. Siento su rebote, la densidad arrastrándose adentro. La limpieza siempre arrastra sedimentos viejos. Nada sale sin que el cuerpo lo permita.

Se largó a llover hace dos horas y me siento atrapada. En una cápsula de agua. Ese sutil encierro que podría sortear pero no quiero. Como la vez que te dejé volver a entrar, como si fuera fácil. Como si nada de lo que sucediera fuera a doler más que la noche que descifré la trampa que preparé. Corrí el velo y ví que estaba sola. De repente escuchaba. O hacía las preguntas que había que hacer. O tal vez la única mentira había sido creer que la gente no miente. Que el deseo de uno no anula el deseo ajeno. Que existe una verdad. Que esos grises desteñidos no nos guían con malicia hacia acantilados.

Me viste desarmada. Rota. Fui una aberración. Me desvié de mí misma, casi como quien busca a tientas encender un velador de madrugada. Vagué por rutas áridas e impermeables, por emociones intensificadas. Me alejé hasta donde pude para acercarme a vos. ¿Qué hago acá en el medio de la nada?

Siento los destellos y el tintineo suave de las arañas en mis mejillas. Como pequeñas agujas que me llaman desde algún lugar lejano, histórico. Miro con curiosidad infantil cada detalle que atravesamos. Toco el mármol frío de la pared, mientras me entero del porqué de la forma de caracol estampada y oculta entre las líneas. Veo los bustos desde bien abajo. El blanco encandila y genera una distancia intransitable. Esas no son personas, pienso. Esas no pueden haber sido personas. El rostro del rostro del rostro. La subjetividad de un artista que piensa que conoce a su retratado que, a su vez, sabe a medias quién es. O quién puede ser. Yo sé quién soy. De eso estoy segura. Del frío que absorbí. Pero no sé quién puedo ser. Me sobresalta un suspiro que me costó exhalar.

Hoy fui al baño con una taza de café y me acordé de vos. Me sentí un poco vos. Entonces vacié la taza en el lavabo hasta borrar ese puente elástico que nos une de forma unilateral.

¿Cuánto sale ser un lago? Matar el deseo, como si no costara nada. ¿Cuánto eliminar una parte de nosotros para quedarnos?

Matar la vida es extraño. Un plan estratégico, metódico y laborioso. Trabajo fino. Aberrante. La A y la B se cuelgan, como una mucosa. Se sedimentan, se apelmazan en las paredes. Reducen el espacio, absorben el aire. Ese agujero que va de un lado hacia otro, arrastrando baba, dejando su trazo pegajoso. Desgarrando los órganos desde adentro. Las mastico y se pegan en los dientes. La lengua se ondea como serpiente, errando a la deriva. Haciéndose eco, de un cuerpo a otro. Un abrazo que comprime y se licúa. Tritura el presente, lo desparrama.

Me revuelve el estómago pensar que la primera vez que volví de tu casa me puse a llorar. Estaba sentada en el escritorio de mi cuarto, mirando hacia el lavadero. Atrás, la pared llena de recortes de la entrega de la facultad. Adelante, la cama tendida. Tenía una sonrisa inmensa en mi cara. Un brillo ingenuo en los ojos. Y me puse a llorar. Un micro llanto. Agua de chubasco, esa que aparece cuando hay sol, dura poco y se va sin dejar mucho rastro. Como un estornudo de tristeza. Me tapé la cara. Nunca hago eso cuando lloro. No entendía. Creo que me reí. Lloré por el momento en el que ya no tuviera lo que en ese momento tenía. Ese llanto premonitorio, esa intuición sabia que nunca escucho me susurró el 29 de febrero que vendría. O tal vez sí la escuché y preparé una trampa, sin querer queriendo. La dibujé en la espuma del café mientras miraba desde el noveno piso de un balcón que no era mi balcón. Desde una que no era yo sino un mito en sí mismo. Un personaje de cuya existencia no hay prueba alguna. Una coartada perfecta sin fotografías ni tickets de super.

Me desdibujé ante su mirada y dejé que el sueño sirviera de niebla, de mampara entre nosotros. Mi plan era casi perfecto. Lo pensé de pies a cabeza, de adelante para atrás. Cada vértice lo recorrí con rigurosidad. Las posibles divergencias. Las ondulaciones, todas, retomaban en algún momento su cauce. Ya estaba todo perfectamente diseñado, a prueba de fallas y causalidades que alteraran su devenir. Solo me quedaba animarme a darle curso; tirar esa primera ficha de dominó y sentarme a ver mi plan arder. Respiraba pausadamente, con el corazón en la panza y las manos inquietas vibrando en señal de protesta. Yo no hacía trampa. Era la primera vez que sucumbía al poder de manipular la realidad. Al accionar inescrupuloso, placer del débil. Pero esta vez perder no era una opción. Y el que se arriesga primero, pierde.

El café se enfrió por la espera y por las lágrimas que corrían sigilosas, conscientes de la trampa. Ni parpadeé. Dejé que rodaran y cuando estuve lista entré al dormitorio para olvidarme de todo lo que intuía que sabía y jugar a que las reglas no existían. A que los actos carecían de sentido. Era el reino del revés o el país de las maravillas. Algo de ese perderse de forma consciente me abrigaba con una falsa sensación de estar en control. La puerta vidriera hacía de portal místico que me exiliaba de mí misma para entregarme al juego. A tu juego. Una partida salvaje, difusa. Un laberinto de presunciones, de miedos vestidos de libertad. No conocía las reglas. Lo mismo daba que las rompiera.

Me dio frío. Me recosté sobre varios almohadones, de mi lado izquierdo. Las manos juntas por debajo de la cara. De lado, con la piernas flexionadas, me cubrí con la mantita que compré la vez que fui a elegir muebles con Mamá. De a ratos me estiro y tomo de la copa de vino blanco. De a ratos me estiro y agarro un pedacito de barra Águila amarga. Escucho unos gritos que vienen del edificio de atrás. El techo que es piso murmurar sutil. Las llaves chocar. El ascensor subir o bajar. Un perro que ladra. Una silla corriéndose. Perdón, arrastrándose. Una bocina. Motos. Un camión o un colectivo. El viento en el vidrio del living. Cubiertos en una mesa vecina. Perros encontrándose. Puertas que se cierran. Los huesos del borde de mi pie crujir. Frenadas. Voces ininteligibles. La ciudad con su urgencia por terminar el día, arrastrando sus últimos esfuerzos. Más consciente de sí misma, en la hora en que todo empieza a decantar, casi sin oposición, escuchándose escuchar sus propios movimientos. Sabiendo del eco de lo nocturno. De que todo de noche es más nítido, intenso. Bajo la luz artificial ya no hay distracciones, los ruidos sobresalen. Escuchamos más por contraste o quizá estamos más susceptibles a que perturben nuestra paz noctámbula. La oscuridad borra los límites espaciales y temporales. Hay algo que se llama conciencia kinestésica, que hace que con los ojos cerrados sepamos exactamente cómo estamos. La posición de nuestros huesos y músculos, cómo estamos apoyados. Qué se roza con qué. Y, aún así, apago la luz, cierro los ojos y te siento detrás mío. Acostado, mirando para el lado contrario. El sonido inaudible de tu ausencia me pica. Esa nada circula por mis nervios y venas, de arriba hacia abajo, como una gravedad succionando el aire. Como un calambre. Ya no lloro pero es peor. Me quedo colgada, mirando nada en particular. Confundida. Tal vez la noche solo materializa lo que arrastro durante el día. Lo registro, lo acepto y me perdono por traerte de vuelta. Me desespera, debo decir. Ese mirar el vacío y solo sentir aburrimiento. Comer y nada. Tomar y nada. Fumar y nada. Porque en este diálogo entre deseo y represión ya no sé qué quiero. O por qué volvés. Me enoja extrañarte porque sé que desde tu balcón vos no me ves. A veces te imagino recostado en tu propia cama, mirando hacia tu espacio vacío. Mirándome. Encontrando la postal que te regalé, juntando polvo. Habías armado con papel de diario una coraza a su alrededor, para que llegara sana y salva hasta tu casa. La pegaste en la heladera, sonriendo. El último día del último mes la vi atrapada detrás de folletos de delivery. Al fondo. Oculta. Irrelevante.

Desde entonces llevo en el cuello un frasquito con sal gruesa, por si acaso.

La luz se filtra por todos los rincones, entre los discos y los libros. Los caracoles y los frutos secos atesorados por años. Un poco de viento frío se cuela por los bordes de las ventanas, pero de ese frío lindo. Como suave. Como de las mañanas muy mañanas. Las que arrancan a las 6 y en las que todos duermen. Se escuchan los detalles de las acciones. El roce de la lana con el sillón. Las pantuflas que avanzan sedimentadas. Alzo la pava eléctrica Philips lila de 1.2 lts, la apoyo en el mármol debajo del filtro de agua y abro la canilla. El ruido del tiempo que pasa mientras el agua corre me inquieta y voy al cuarto para tender la cama que dejé hecha un remolino al despertarme. Me asomo a la cocina y veo el nivel de agua a medio litro de su meta. Rápidamente voy al baño. Abro la canilla, me mojo la cara y le hago masajes con una leche de limpieza con olor a limpito. Me enjuago y seco con la toalla mientras corro a cerrar la canilla. Calzo la pava en su base, chequeo que esté en “Mate” y presiono la palanquita para que arranque. Giro al estante donde se encuentra la cafetera de émbolo, le saco la parte de arriba y la coloco debajo del chorro de agua caliente para que se vaya preparando para el agua a 75º, como decía la caja. Saco de la heladera el frasco con café Colombia de la Tienda de Café. Mientras lo abro pienso que debería ir reponiéndolo.

Amo el olor del grano molido. Más que cuando se convierte en café.

Vacío la cafetera, coloco dos cucharadas de café dentro y le tiro el agua de la pava. Busco una cuchara en el cajón de cubiertos porque la que usé la tiré en la bacha con platos sucios; siempre me pasa lo mismo. Revuelvo el café. A lo bestia primero y después pienso en mi vieja diciéndome que lo voy a marear. Entonces me obligo a revolver lento hasta que, de vuelta, me dice “¿Cuánto lo vas a revolver? ¡Se va a enfriar!”. Lo tapo con la parte de arriba de la cafetera, pero espero a bajarla para que se “asiente”. Voy a la mesa, bajo el émbolo y lleno la taza de animalitos linda que le compré a Clari.

Últimamente se me está volcando un poco de café al servir, que se desliza hasta meterse en esa parte de la cafetera que no sé cómo limpiar.

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Ju Radicich

Artista visual y diseñadora gráfica de Buenos Aires